
La UE quiere extender un año la protección a los refugiados ucranianos
Ella no se amilanó, miró al vendedor de farlopa con displicencia y le soltó un aviso surrealista en perfecto castellano: «No entiendo nada, soy rusa». El traficante callejero se quedó atónito, no reaccionó hasta que procesó la frase, no fue capaz de asimilarla y, tan cobarde como yo, salió corriendo seguido de su colega, que debió de pensar que mi mujer era, por lo menos, del KGB.
Cada vez que me llaman por teléfono a la hora de la siesta para pedirme que envíe un wasap, mi currículo o la cuenta donde pago la factura de la luz, me acuerdo de aquellos camellos portugueses porque la situación es parecida.
Para afrontar el acoso, he recurrido a fórmulas variadas: decir que no realizo transacciones telefónicas, pero eso les daba lo mismo; imitar la voz de un anciano desahuciado, pero colgaban y llamaban al instante preguntando por mi hijo… Me apunté a la lista Robinson, bloqueé números, instalé aplicaciones antispam, pero no había manera, seguían llamando hasta que he decidido imitar a mi mujer.