El Cefot de Cáceres actualiza su perímetro de seguridad por primera vez en 26 años

Siempre hay una primera final, y esa final, si se produce en la adolescencia, y sin excepción, dejará una huella imborrable que perdurará toda tu vida.

La noticia de tu padre, que te anuncia la decisión de asistir y de llevarte con él en algo que siempre pensaste que era cosa de mayores, la incertidumbre del sorteo y asignación de las entradas al haber siempre más demanda que oferta, la excitación de saberte agraciado y ya poseedor de una entrada al mismísimo cielo, los nervios de la implacable cuenta atrás que te va acercando poco a poco al sueño de tu vida, los preparativos finales, las maletas, el avituallamiento para el viaje, los consejos de última hora de tu madre, y todos ellos en clave de cautela y de prudencia, la ruta, la incertidumbre de una experiencia tantas veces escuchada, pero nunca vivida… Lo más cerca a la felicidad total que uno ha vivido con pocos añitos y bien pocas experiencias extraordinarias, aún, en el pequeño zurrón de la vida.

En mi caso fue Basilea. Y a Basilea le siguieron Madrid, Zaragoza, Sevilla, Valencia, Rotterdam, Londres, Roma, Paris y un sinfín de finales, ciudades y momentazos inenarrables… Pero hoy, el protagonista del artículo no soy yo. ¡Ni mucho menos!