
Malos tiempos para las iguanas
Las Galápagos es uno de esos privilegiados lugares bien ubicados en el mapa. Primero, la utilizaron los piratas, luego, las tropas regulares. Y, siempre, siempre, han estado ahí los reptiles como testigos imperturbables de insospechados desembarcos y violentos asaltos. La mayor diferencia radica en que, ahora, el presidente Donald Trump ha posado su ambiciosa mirada en este racimo de islas. Algo ha cambiado dramáticamente y es que el desenlace resulta inesperado para hombres y animales.
La leyenda, a veces, no deja ver el bosque. En 1978 este archipiélago fue el primer sitio natural declarado Patrimonio de la Humanidad y es que se halla en el epicentro de una reserva marina de más de 143.000 kilómetros cuadrados, la tercera más grande del mundo. Pero no crean que este aparente paraíso no ha sido hollado por el ser humano. Poco después de su descubrimiento por Fray Tomás de Berlanga en 1535, las islas se convirtieron en refugio habitual para los piratas británicos empeñados en desvalijar los galeones españoles de la Armada del Mar del Sur.
El actual gobierno del dirigente ecuatoriano Daniel Noboa quiere ceder al Pentágono una porción de aquel antiguo nido de depredadores. No se trata de una iniciativa novedosa. El interés estadounidense por el continente se sustenta ideológicamente en la Doctrina Monroe, que sostiene que los europeos, principalmente, no deben posar sus sucias manos en lo que Washington siempre ha considerado su patio trasero.