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Los círculos de silencio entorno a Errejón

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Errejón no tiene la culpa de nada. Él es puro, como la mejor cocaína. Lo que sucede, que no nos enteramos de nada, es que ha sido corrompido, como Robespierre, por la política, por los contrarrevolucionarios, por la derecha vándala de Alain Deneault y todo ese mogollón de estrés del Congreso, que, al parecer, salvo él, ningún otro diputado conoce. Así que él no ha hecho nada. Él es como el hombre de Rousseau: bueno por naturaleza. La culpa es de lo que le rodea.

Errejón, el mirlo blanco de Podemos, de Sumar, de Más Madrid, de lo que sea, resulta que ahora tiene las alas manchadas de heteropatriarcado. Él no pide perdón en el comunicado porque, en el fondo, es una víctima de la adicción del sexo -gracias a él, ahora todos los adictos al sexo parecen comulgar con su mal: enorme favor que les ha hecho, Íñigo- y, por supuesto, del sistema, que lo ha convertido en un personaje y no le ha permitido ser persona. Aunque a lo mejor la cosa no era así y ya venías siendo un poco más personaje que persona.

Íñigo y Pablo, Iglesias y Errejón aterrizaron en la política en un momento desprovisto de referentes. Lo hicieron llamando «pollaviejas» y «casta» a los diputados de siempre y tildando despectivamente de «régimen» la Transición. Querían inaugurar en España una nueva Atenas de la democracia, y miren. Uno pasó por vicepresidencia haciendo, como diría Bret Easton Ellis, menos que cero.