
La blusa bohemia perfecta existe, palabra de Eugenia Martínez de Irujo desde sus vacaciones de verano en Cádiz
Pocos países explican su devenir sociológico a través de las vacaciones de verano mejor que España. El llamado «veraneo» es uno de los iconos de la etapa conocida como «desarrollismo», esa fase en la que la dictadura franquista, echando mano no pocas veces de añagazas al alcance solo de regímenes autoritarios, consiguió cimentar una clase media que pudo distraer su falta de libertad con goces materiales inalcanzables durante las décadas anteriores, caracterizadas por el desgarro de la contienda civil y la penuria de la inmediata postguerra.
Quedaría institucionalizado entonces un mes completo de vacaciones estivales para el común de los asalariados. Vacaciones pagadas. De niños nos sonaba a poder pasar a la empresa el ticket del cinco estrellas. Generalmente en agosto, por más que suela ser un mes meteorológicamente más llevadero para trabajar que julio. (No ha sido, ciertamente, el caso de este año).
Empresas privadas y toda la administración pública, e incluso los medios de comunicación, contribuían a construir esa imagen de país que echaba el cerrojo durante 31 días. Los que sí tenían que trabajar porque vivían, precisamente, de las hordas de turistas, «hacían el agosto».