
El paso de la F1 a la carretera
La relación entre la innovación y la competición es tan antigua como el automovilismo. Desde su origen, hacer que fueran más rápido, más resistentes en las carreras de 24 horas y el peso de los galardones han sido usados todos como argumentos de venta para las marcas de coches.
Originalmente, los avances en la ingeniería se producían a pasos agigantados y cualquier elemento era analizado para ver cómo se podía optimizar. Propulsión, frenos, aerodinámica, materiales... los saltos cualitativos llegaban primero a los grandes premios y luego se acaban trasladando a los modelos de calle.
Uno de los ejemplos más recientes son los motores híbridos, que se introdujeron a la competición en 2014. Hasta entonces, la Fórmula 1 había estado marcada por potentes motores de combustión de 12, 10 y 8 cilindros capaces de alcanzar casi 20.000 revoluciones por minuto. Hace una década, pasaron a tener 6 pistones y una unidad eléctrica que se recargaba con la energía de la frenada –KERS, por sus siglas en inglés–. En su generación actual, estos motores son capaces de desarrollar 1.030 caballos y alcanzar las 15.000 revoluciones por minuto.