
El misterioso caso del ajedrecista Swiderski
Odio jugar al Scrabble. Juntar letras no es un pasatiempo, es una labor intelectual compleja. En estricto sentido etimológico, es una faena. Desde hace años, juego contra mí mismo todos los domingos en el Café Comercial, en la Glorieta de Bilbao. Durante décadas, este café de techos altos y puerta giratoria fue el santuario del ajedrez madrileño.
Éramos muchos los que, entre charlas, silencios y cigarrillos jaqueábamos la vida hasta el amanecer, a golpe de reloj. Pero hace tiempo que aquel mundo murió. Que el ajedrez se prohibió y dejé de fumar. Ahora me planto frente a una máquina y leo en una pantalla una lista de letras azarosas. La serie de hoy es interesante: 'RAZECJINOSTAED'.
En menos de dos minutos, debo formar una palabra y, según el número de letras empleadas, acumularé más o menos puntos. Encuentro al toque 'AJEDREZ'. No está mal, me digo. Escribo mi hallazgo en el teclado, pero la máquina no tarda ni un segundo en mostrarme otra posible combinación: 'CONJURADAS'. Joder, mascullo. He vuelto a perder. Soy Arturo Faldoman, periodista.