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La experiencia de la noche

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Eran días de convivencia en plena naturaleza que nunca he olvidado. Con luna nueva hacíamos la experiencia de la noche, que consistía en salir del campamento y caminar monte arriba, a la luz de las linternas, hasta algún lugar donde nos pudiéramos sentar en el suelo o sobre las rocas. Una vez acomodadas, apagábamos las luces y guardábamos silencio. Entonces empezaba el espectáculo. Y era cuando nos dábamos cuenta de que la noche no es tan oscura, ni tan silenciosa, ni tan aburrida como creíamos.

Aparecía primero Venus luminoso sobre un cielo que se oscurecía a la vez que se iba llenando de estrellas. Poco a poco, una franja blanquecina se hacía visible en el firmamento. Era la Vía Láctea, con sus nebulosas y sus astros, que imaginábamos muy lejos, a infinitos años luz. A la visión del cielo se le unía, a veces, el canto misterioso del chotacabras, aunque entonces no sabíamos que era un ave lo que sonaba y eso nos asustaba y rompía la concentración en la experiencia. Regresábamos entre risas, pero con la mirada llena de estrellas y una paz interior tan grande como el firmamento.

No fue en aquellas noches cuando aprendí el nombre de las constelaciones, sino en otro Hoyos, en el de la Sierra de Gata, donde se oía el reclamo del autillo entre los olivos. El cielo, libre de contaminación lumínica, me enseñó sus combinaciones de estrellas. Hoy en día aún soy capaz de reconocer algunas, como Casiopea, las Osas Mayor y Menor (en su extremo, Polaris, señalando el Norte), el Cisne o Cruz del Norte, la Lira, el cúmulo estelar de Las Pléyades, las siete hermanas.